jueves, 31 de enero de 2013

Desde Camagüey al Chorro de Maíta



La Fuente de la Lluvia encanta apenas acercársele. A la escultura a gran escala ubicada frente a la Plaza de la Revolución de la ciudad de Holguín la envuelve el ambiente característico de las ruinas antiguas integrado a la modernidad. En su centro, las imágenes de los dioses de la Lluvia y la Seca evocan a los primeros habitantes de Cuba implorándoles para atraer el buen tiempo.
Caridad Rodríguez Cullel, es la artista que respeta las representaciones hechas por los aborígenes, pero las manipula apoyada en técnicas e inspiración. El mismo soplo que la invadió con apenas 12 años, cuando quiso fundar un museo de arqueología en su Camagüey natal, junto a José Manuel Guarch Delmonte, quien después fuera su novio, compañero de vida y faena.

 
“Él era muy entusiasta. Cuando estudiaba en el Instituto de Segunda Enseñaza presidió la asociación de los alumnos y promovió el surgimiento de las escuelas de ballet y de artes plásticas, y los grupos de teatro y de espeleología, iniciativas en las que yo le seguí. Gracias a esta última comenzaron nuestras incursiones a las cuevas”, cuenta.
Al triunfo de la Revolución, el matrimonio partió para La Habana con el Ejército Rebelde, donde le aguardaría una vida muy agitada. Cacha trabajó en las escuelas de Artes plásticas y de Música por ser graduada de pintura y escultura, y maestra de piano. Pero al fundarse la Comisión Nacional de la Academia de Ciencias de Cuba, olfateó que allí podría cumplir su gran anhelo: hacerse arqueóloga.
Una casa del Prado habanero fue el refugio de quienes realizaban esos estudios. Entonces se encargó de recoger todas las colecciones arqueológicas dispersas por el país, fichar cada pieza, y hacer sus moldes y réplicas en yeso. Junto a su esposo y Antonio Núñez Jiménez restauró la cueva de Punta del Este en los años 60, y concibió y realizó una réplica de esta caverna en áreas del Capitolio Nacional.

 Una estancia en el Museo de la Cultura de México, en la década de los años 70, le posibilitó aprender a utilizar la resina de poliéster, método que adecuó a nuestros materiales, e ideó una nueva tecnología, teniendo en cuenta, además, que allá todas las piezas son monumentales, y las de Cuba pequeñas. De tierra azteca no les trajo a sus hijos ni una camisa, pero sí acarreó los componentes que había comprado para desarrollar su labor de conservación y las réplicas, a lo cual se dedicó en tiempo de trabajo, vacaciones, y hasta después de jubilada.

”Mi esposo y yo nos pasábamos la vida en Banes, , porque allí están todos los grupos aborígenes, no hay que ir a ningún otro lugar a estudiarlos. Cada año hacíamos un plan de excavaciones de uno o dos meses en la zona, donde no había ni agua. A finales de los años 70 el Partido en Holguín nos pidió que nos estableciéramos allí, y permutamos de La Habana para esta provincia, donde aún vivo.

“Por aquella época Chicho dividió el mapa de Holguín en pedacitos y empezó a excavar en todos los lugares que tenían depósitos, donde alguien había encontrado alguna pieza. Cuando tocó la parte del Chorro de Maíta halló un esqueleto, y ocho más seguidos. Los dejó en el mismo lugar, y comenzó a publicar los hallazgos. Al llegar a 13, un guajiro de paso por el lugar dijo: ‘¡Ay, qué cosa más linda! Qué bueno fuera si ustedes pudieran dejarlos y viniera la gente a verlos’”, recuerda.
“Chorro de Maíta fue algo nuevo, pues hasta entonces las reproducciones generalmente se hacían en madera, coral, piedra, de lo que están hechos los ídolos cubanos, y en este caso eran huesos”, interviene Elena Guarch Rodríguez, máster en Ciencias en Gestión de las Ciencias y la Innovación, e hija menor del matrimonio.
De la Aldea Taína, ubicada en el mismo lugar, ella concibió el diseño, el cual ejecutó un grupo de escultores holguineros, y compartió con su esposo la asesoría de la obra.
Cacha atisba en sus recuerdos y cuenta con orgullo que ella y su marido tenían las mismas ideas desde niños, trabajaban muy acorde, eran como una única persona. Pero confiesa que, cuando él falleció en septiembre de 2001, debió cerrar esa etapa para emprender otra en solitario.
A su lado siguieron sus tres hijos y las familias que cada uno creó. De ellos, dos se enamoraron también de la arqueología: Juan José Guarch, topógrafo, dedicado a llevar las investigaciones a los sistemas de información geográfica, y su esposa, Lourdes Pérez, bióloga especializada en arqueozoología, quien dirige los estudios de la fauna que vivió con los aborígenes, y de la cual consumieron en los sitios arqueológicos. También continuó fiel a esa pasión Elena, la hija, actual directora del Departamento Centro Oriental de Arqueología.
Cacha, descendiente de gallegos, a sus 80 años continúa aferrada al oficio amado, y a la necesidad de socializar las investigaciones arqueológicas. Aunque jubilada, da clases, entrena a las personas que se inician en la realización de réplicas y hace sus cerámicas, pues repite resuelta que la muerte no le asusta. “La muerte es estar viva sin hacer nada”.


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