martes, 4 de agosto de 2015

Papeles son papeles


Busco algo y me encuentro con parte de mi pasado, un pasado lindo, de ese que me gusta recordar y comparto, máxime a estas alturas en que las comunicaciones han dado un vuelco entonces impensado y que me ha hecho comparar lo real maravilloso de este mundo. Corría el año 1967 y yo con mis cortos trece años tuve que separarme —como el resto de la familia— por un tiempito (como decimos por aquí), aunque no muy largo, de mi padre. Él por cuestiones de trabajo fue a La Habana y desde ese hotel que tanto le gustaba y nos gustaba, el Nacional, escribía y recibía la correspondencia que luego guardó con celo y hoy cuido.
Aquellas cartas, demoradas a veces, perdidas otras, pero siempre con un embrujo especial a su llegada, las abría con ansiedad, esas y otras de mi tía Llilla, primero de La Habana, luego de un poco más lejos —España—, pero todas con un lenguaje sincero y de infinito amor.

No sé el porqué, pero desde muy pequeña fui casi la elegida a ser como una especie de relacionista pública. Todos escribían, pero
las mías eran especiales y lo confieso con toda la humildad a mi alcance. Luego llegó la época de cartearme con amistades y novios, que pese a no haber sido tantos, sí estudiaban, por ejemplo, en la Universidad de Oriente.
Gracias a esa magia de las misivas hoy guardo parte de una memoria que quién sabe hubiese olvidado.
En esta, escrita a lápiz le decía a mi papá: “A cada rato viene por aquí el becado amigo de Joaquincito que se me descargó; pero tú debes estar seguro de que el único que me gusta eres tú, que eres el más lindo del mundo”. 
 Ahora les aclaro que esas palabras eran para ofrecerle tranquilidad. Joaquincito es un primo y su amigo, un joven de 20 años que me enamoraba, acto al que le decíamos ‘descargar’, y esa fue la vez primera que mi padre se preocupaba por estos menesteres, él me decía: ¿Qué busca un hombre de 20 años contigo si nada tienen en común?, y yo que no sentía la más mínima atracción por esa persona, mas nunca callé lo que pensaba, le ripostaba: “Por eso no Pipo, porque tú le llevas 20 años a Mima” y él raudo y veloz alegaba: “Tu mamá ya era una mujer cuando empezamos el noviazgo y tú aún eres una niña”. Verdad y razón que convencían y convencen.
Por estos días se las enseño a mi hijo para que sepa, de mi puño y letra, cómo era la comunicación con mi padre a quien quise Mucho, mucho, mucho, y demuestro así que, papeles son papales, cartas son cartas, no son falsas como las palabras de los hombres —según la canción y algo en lo que tampoco creo— Él y yo conversábamos de todo, no recuerdo alguna excepción.
Si todo aquello hubiese ocurrido con las nuevas tecnologías quizá ni el recuerdo quedara, menos aún las escrituras.
Se me antoja que de esa manera sí habríamos sabido más a menudo el uno del otro y hasta en tiempo real, ¿el texto? tal vez sería este: “Pipo, estamos bien, ¿y tú?, bsitos, TQM y punto, y peor que eso ya estaría en la papelera de reciclaje o eliminado; sin embargo, ahora puedo leer mi despedida
 En esta carta te mando mil millones de besos y cariños, Cuqui”.
Sugiero a quienes mantienen correspondencia, sea cual sea el método, con alguien que les importe, que esto les sirva de experiencia, piensen en el futuro que es ahorita y atesoren sus memorias para al llegar la desmemoria puedan recordar lo verdaderamente digno de ser recordado.

Mi hijo no leerá mis cartas. Ahora solo recibe mensajes: ¿Dónde estás?, ¿Demoras?, y él responde: “Voy en camino”; los besitos correspondientes, en abreviatura —besitos— y el te quiero mucho así TQM para que nos cueste menos, ¡qué pena!, ¿Cómo podrá decirle a sus futuros hijos?, porque esa magia de las cartas, no será tan mágica como para recuperarla y por siempre quedará perdida.

Por; Olga Lilia Vilató de Varona



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