martes, 22 de diciembre de 2015

Requien para una maestra no olvidada.



El primer premio que recibí durante mis estudios fue una pluma de fuente que le costo diez centavos a mi maestra en el Ten Cent de la calle Maceo.
Estaba yo en cuarto grado y me lo regalo mi buena maestra. Una gruesa mulata todo bondad y que ese día me llamo “mi literato”. El premio fue por haber ganado un concurso de composición sobre parásitos intestinales. Mire usted que cosa. Nunca jamas he vuelto tocar ese tema y si lo confieso hoy es para que no quede en el tintero.
 
Aquella maestra de entonces tenia un precario salario de 60 pesos y el regalo que me hizo de seguro le costó una fortuna aunque no fuera mas allá de dos pesos. Nadie sabe como se las arreglaba o como sobrevivía, pero siempre había un par de libretas para el mas humilde alumno o una blusa para las niñas de la cuartería de al lado. Nos forraba los libros y siempre tenia un medio lápiz a mano. No es que ella fuera uno de los tres reyes magos, pero para nosotros se quitaba lo poco que tenia. Fue un ejemplo silencioso de humanidad aprendido en cualquier rincón de su vida.
Durante años le vi siempre con los iguales zapatones de tacón corto y cordones, retorcidos de años pero pulcros en aquella escuelita publica no. 26 que estaba en un hondón que se inundaba al primer chubasco, compartido con las goteras entre las tejas de barrio partidas por el abandono.
El magisterio siempre fue una profesión dura. Pero antes de ahora era peor. Entonces el puesto basculaba sobre una cesantía como espada de Damocles apenas cambiaban los aires del desgobierno republicano. Nadie estaba seguro en cualquier cargo publico. Ni el policía ni el bombero. Ni el peón de camino ni el albañil de Obras Públicas. Ni es guarda parque. Ni el maestro y ni el busto de Marti, figura a la que los políticos echaban mano con cada discurso y cada promesa.
Mi maestra mulata llegó al magisterio como llegaron tantos negros y mulatos al magisterio en este país. Era una de las pocas opciones a la que por lo general podían aspirar a pesar de que la Constitución declaraba la plena igualdad de derecho. La pobreza limitaba esa igualdad. Aquí teníamos la Escuela Normal para Maestros, la Escuela Normal de Kindergaten y la Escuela del Hogar. A esas aulas llegaban miriadas de jóvenes que no habían podido alcanzar el Instituto Pre Universitario y mucho menos la Universidad, aunque el ingreso tenia de por medio una carrera de obstáculos con cartas de recomendaciones y aun ventas de matrículas no siempre al alcance de todos.
Al cabo, la conclusión de la carrera no significaba el añorado empleo porque en ese punto era cuando mas se hacia presente las influencias políticas que incluso determinaban, a su conveniencia, donde debía abrirse una escuela o donde había que cerrarlas. Esa es una larga y dolorosa historia de células electorales y abusos.
Época en que los maestros podían ser despedidos de su puesto de un mes para otro, para colocar en su lugar a recomendados del alcalde o del representante. Del amigo del presidente o del jefe de la Guardia Rural de la zona. Escuelas desalojadas con sus muebles lanzados a la calle por faltas de pago de la vivienda que ocupaban y maestros dando clases bajo portales y arboledas, improvisando pizarras y pupitres.
Mi maestra amable venció todos esos años de angustia de un despido. Los años le hicieron rebelde y justa. Enseño con el corazón la doctrina martiana y compartió su esmirriado salario con nosotros.
Desdichadamente olvide su nombre, pero no su estampa y sus hechos y siempre la he querido ver como el paradigma de todos y todas las maestras de nuestro país. Mientras, en la memoria está ella con su carga de años pero siempre presente en mis acciones.

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